Dice internet que se denomina tiempo a una medida efectuada sobre los cambios que se producen en el universo. Cambios. Eso marca el tiempo. Y yo pienso en tiempo. En tiempos. En la semana pasada el tiempo de trabajo estaba adormilado. Como anestesiado. Será que no hubo cambios. Que todo estaba igual. Pantalla. Teclado. Y pocas ganas de usar ambas. Luego cruzabas la frontera de la oficina y mas que una puerta de salida parecía la entrada de la madriguera de Alicia. Otro mundo. Otra realidad.
El tiempo en aquella otra realidad, la de fuera de la oficina, era otra cosa. Alegre. Radiante. Optimista. Las tardes pasaron entre risas de sobrinos recién llegados, piscina, películas, cañas, un poco de Antonio López en el Thyssen y reencuentros con amigos. Bares. Terrazas. Paseos en moto por las calles de la Latina. Inés in Wonderland.
Y llegó el tiempo de fin de semana. Entero para mi. Con todas sus horas. Con dos mañanas. Dos tardes. TIEMPO. Y Sole también quería y tenía el tiempo a sus pies. Y Chili. Y acampamos el sábado en Soto. Y la barbacoa salió perfecta. Y “Win, Win” nos gustó a las tres. Y volvimos a la noche de Madrid. Y el domingo comimos paella. Panotxi. Y bajamos a la plaza de San Ildefonso. Cervezas y calle. TIEMPO.
Y ahí es donde compruebas que el universo cambia. Y entonces se produce tiempo. MI tiempo. Uno distinto al del lunes por la mañana. Estático. Apagado. Sin olor a panceta. Ni a cerveza de barril. Tiempo...
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